Domingo, 14 de octubre de 2018.
Ayer fue un día de esos que dejan una marca que posiblemente recuerdes por el resto de tu vida.
Estos últimos días le volví a tomar cariño a la bicicleta, a andar y pedalear por ahí, a donde sea. Siguiendo la ruta marcada por las ciclovías llegué hasta Prat, al final del Parque Ecuador. Una vez ahí, me tendí en el pasto, en un lugar en el que la sombra otorgaba un espacio óptimo para tomar un pequeño descanso de algunos minutos. Así, entre revisar Instagram y tomar una foto para una historia, el 10% de batería que le restaba a mi celular se acabó. Era tiempo de regresar.
Me disponía a levantarme del pasto, cuando de pronto oigo una voz a mi espalda.
—¡Ay! Hay un señor —exclamó.
Era una vocesilla de una niña de no más de 7 u 8 años.
En un segundo que se me hizo eterno, me puse a calcular, a mirar en diferentes direcciones y no había nadie más que aquella niña y su familia. Sí, yo era el "señor" al que ella se refería.
Nunca alguien fuera de la monótona formalidad académica me había llamado "señor". Por un instante me dolió, pero levanté mi bicicleta, tomé lugar y, con una sonrisa, me devolví por el camino que hacía unos minutos me llevó a aquel sitio.
No la culpo. Es normal en los niños tratar de "señor" a las personas un tanto mayores que ellos. Posiblemente en el pasado yo también rompí el corazón de alguien con exactamente las mismas palabras. Y es que todo esto es un ciclo, y el ciclo es así; es parte de quemar etapas, y hoy me tocó a mí.
Próximo capítulo: "¿¿??"
¡Muchas gracias por leer!
¡Qué tengas una buena noche!
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