Una de las principales características que heredé de mi adorada madre, es el talento innato para meter la pata con frases que simplemente no aportan en nada al flujo normal de una conversación. Comentarios, risas y/o preguntas que resultan ser totalmente innecesarias y que, lamentablemente, juegan un muy mal pasar tanto para la otra persona como para uno que, inocentemente, comete dicho error incontables veces y sin querer queriendo.
Por suerte, con el tiempo he aprendido a controlar lo que voy diciendo, al punto que prefiero quedarme callado antes que decir algo que pueda implicar meter la pata. Sin más que añadir, creo que va siendo hora de comenzar con el capítulo.
El caso del que te quiero hablar ocurrió hace ya unos buenos años. Tanto así, que no recuerdo el año exacto, pero de seguro fue entre 2003 y 2004. Sí, no tenía más de 10 años para entonces.
A pesar de siempre ser el chico más callado del curso, todos mis compañeros de colegio tenían una especie de cariño hacia mi persona, principalmente porque comprendían las circunstancias que me había tocado pasar previamente. Más de alguna vez me dijeron que en la casa en donde mejor lo pasaban era en la mía, y es que aquí disponíamos de un gran margen de libertad, a diferencia de las casas de mis demás compañeros, en donde siempre había un familiar (padre, madre y/o abuelos) que impedía realizar actividades "temerarias". Tuve la suerte de que mi madre me dejó conocer mis propias limitaciones; claro que eso conlleva una gran responsabilidad, y las heridas y cicatrices siempre estarán ahí para recordármelo.
Jugar fútbol por horas en la calle, lanzarnos en skate por las diferentes bajadas del cerro cercano a mi casa, jugar al "Zooooooo", Rin-Rin-Raja, Gallinita Ciega, Escondidas, construír "bases" dentro de la casa, realizar Guerra de Nueces y culminar todo aquello con un bowl de leche con chocapic. El itinerario podía variar, pero la diversión y los buenos momentos siempre estaban ahí.
Ese día, nos encontrábamos jugando fútbol afuera de mi casa junto a Benjamín, Matías, y Bastián (no estoy del todo seguro, pero creo que estábamos los cuatro). De pronto, llega un vehículo y se estaciona justo frente a nosotros, a un costado de mi hogar. Inmediatamente, mi mente infantil asoció a aquel sujeto con lentes y abundante barba con Santa Claus. Y vaya que era extraño, si quedaban algunos meses para que llegara diciembre, ¿no?
—Me tengo que ir —dijo Benja—. Me vinieron a buscar.
En ese momento, una inocente idiotez se apoderó de mí:
—¿Es tu abuelo? —pregunté, muy innecesariamente.
—No, es mi papá —respondió Benja.
—Ah...
En efecto, tiempo después me enteré que el nombre Benjamín tiene una definición: "Hijo más pequeño y más protegido por sus padres", o algo así. Él era la viva esencia de aquello, pues tenía una diferencia de más de 20 años con sus hermanos, cosa que yo, en mi inocencia, ignoraba totalmente. Mi poco conveniente pregunta se vio agravada aún más ante la incontrolada risa de Bastián y Matías, quienes POR AÑOS me recordaron aquel calamitoso momento.
Pero bueno, de los errores se aprende. Nunca más realicé una pregunta de esa índole. Por más intrigante que pueda llegar a ser el saber si una persona es o no el abuelo de alguien, hay que evitar preguntar. Un gran error es una gran lección, y en este caso es que siempre se debe pensar bien antes de realizar una pregunta, sobretodo si ésta es totalmente innecesaria.
Próximo capítulo: "Soy Electrónico"
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